Selección de críticas del musicólogo Gustavo Moral Álvarez

domingo, noviembre 14, 2004

“Nikoláis: el valor del grupo”

El Palacio de Festivales nos ofreció, el pasado viernes por la noche, un magnífico espectáculo de danza protagonizado por el Nikoláis Dance Theatre y que estuvo dedicado al que fuera su creador, Alwin Nikolais, en el décimo aniversario de su desaparición.

Fue muy interesante encontrarse con la creatividad de este coreógrafo desde la perspectiva del paso del tiempo. Sus creaciones, algunas firmadas hace medio siglo, son aún hoy en día fuente inagotable de talento y la evidencia de un precursor que dio material de trabajo a muchos artistas posteriores. Sus obras parten de figuras esquemáticas bidimensionales, casi bocetos sobre un papel, que luego pasan directamente al escenario, o al menos eso es lo que se nos antoja al enfrentarnos a composiciones claras en lo formal y distanciadas de cualquier afán expresivo en lo emocional. Parece como si la “no felicidad” fuera la cualidad explícita de los sentimientos del rostro de los danzantes, ahora piezas de un puzzle, ahora elementos externos a un todo común, pero ajenos a intenciones discursivas ajenas al movimiento en sí mismo.

El grupo, la noción de conjunto, castigan el concepto solista en la danza. El protagonismo de cada número, tanto los firmados en los años 50 como en los escritos en la década de los 80, es la compañía o, a lo sumo, parte de ella, sin la intención de tener “primeras figuras” o algo parecido. La importancia está en el gesto que surge de diversos elementos pertenecientes a un mismo todo: la creación coreográfica en sí misma. El uso de los objetos –espejos, tiras elásticas, sillas o sacos dorados- fue otro elemento presente en la Sala Argenta.

La música es el punto generador del discurso coreográfico y es, en si misma, un elemento artístico de primer orden. Música concreta escrita en el tiempo en el que Pierre Schaeffer empezaba a investigar esta “ciencia de los sonidos” y con todo el sabor de las propuestas de John Cage y la incertidumbre del azar como punto de partida. Desde la butaca disfrutamos con esto y con mucho más: con la trasgresión a las normas académicas y a las ideas preconcebidas, con el concepto de cuerpo como algo “no extraño” a lo que somos. Pero sobre todo disfrutamos con la constatación efectiva de que la ideas de Nikoláis permanecen vivas en espectáculos de Bob Wilson, en la óperas de Philip Glass o en El Circo del Sol.

Dentro de las coordenadas estéticas de las que les hablamos, la diversidad entre las coreografías que integraron el espectáculo fue manifiesta; desde obras más experimentales en un modelo que nos conducía “de la idea al hecho” hasta otras con cierta dosis de tregua a lo intelectual. ‘Crucible’ fue la mejor manera de empezar el espectáculo, una obra en la que, literalmente, vemos nacer el cuerpo coreográfico desde el movimiento más minúsculo de un solo dedo. Y como fin, tras la descarga electroacústica, cierto descanso y el reencuentro con la armonía tradicional en el divertido ‘Mechanical organ’. Una gran noche de danza y, sobre todo, una necesaria lección de historia para muchas butacas que aún “se mueren por lo clásico sin saber contemplar lo ‘moderno’... aunque tenga cien años”.

“Radiografías de un esqueleto”

La Compañía de Marta Carrasco regresó a la Muestra Internacional de Teatro Contemporáneo –este año en su edición número XV- para presentarnos su nuevo espectáculo, ‘¿Eterno? ¡Eso si que no!’ y volver a emocionarnos como hiciera hace dos años con su ‘Blanc d‘Ombra’.

Esta creadora apuesta por la danza teatro –o el teatro danza- en una conjunción de palabra y movimiento que asemeja, para quien se aventura a presenciar sus espectáculo, a la lectura de un libro de poemas. Diferentes escenas yuxtapuestas con un denominador común y la intención expresiva común de tocar bien dentro del alma del espectador. La carga visual de muchas de las acciones son sugerentes propuesta para recrear en nuestro interior un interpretación propia del montaje. ¿Qué hemos visto? Depende de quien seamos.

Mediante elementos que parecen recurrir al mecanismo de la memoria cuando despertamos de un mal sueño, la música nos conduce por la desesperante condición humana y nos sitúa, desnudos, ante la “eternidad” de una pesadilla que nos enfrenta a nuestros miedos. Sabemos, sin la necesidad de ayudas freudianas, por qué soñamos lo que soñamos pero preferimos suponer otros motivos. Marta Carrasco realiza una y mil muecas de exagerado histrionismo, con ojos cargados de felicidad para reírse de nuestra cara de asombro. Pero lo hace con una poética tan hermosa que nos deja en un estado a medio camino entre el aturdimiento y la conmoción más sublime.
El fondo de la escena está compuesto por radiografías de diferentes partes de diferentes cuerpos. Radiografías de un esqueleto en las que, tal vez, encontremos algo de nuestro cuerpo. Los cinco actores y/o bailarines que participan de este espectáculo son magníficos intérpretes de esas pesadillas que les decía. Cada uno en un tono van confeccionado la materia prima del espectáculo y el contraste entre elementos alejados los unos de los otros hacen que, cuando se juntan, surja una magia especial y muy efectiva sobre el escenario. Como la melodía del piano que se acompaña por el mugido de una vaca o el baile desesperado ante un ataque de locura. ¿Era un manicomio? ¿lo es la vida? ¿Un mal sueño?

La pared invisible que separa el escenario del público no fue rota en ningún momento por el cuerpo de los actores, pero nunca la sentimos tan invisible y transgredida como en esta obra. Las miradas de ojos burlones, de loco/a, displicentes, agresivos, asustados o llorosos calaron en todos los rostros que miraban –mirábamos- desde las butacas del teatro de Tantín. Algunas, tal vez, se quedaron enganchadas para siempre en nuestra memoria, o en la memoria de nuestros sueños.

viernes, noviembre 12, 2004

“Efemérides en la Fundación Marcelino Botín”

La Fundación Marcelino Botín ofreció, el pasado miércoles, un concierto que empieza a ser habitual y necesario como elemento de justicia para muchos compositores y pedagógico para el público. Se trata del que conmemora algunos de los centenarios y onomásticas, en guarismos redondos, de autores españoles y que esta institución cultural nos ofrece en las últimas semanas del año. Muchos de estos autores, como sucede en general con nuestra música, aún poco conocidos por la audiencia y, lógicamente, menos oídos en directo.

Para esta ocasión se contó con participación de la mezzosoprano Elena Gragera, del pianista Antón Cardó y, desde el recuerdo, de las voces musicales de Jesús García Leoz, Xavier Montsalvatge, Javier Alfonso y, de forma especial, Joaquín Nin-Culmell. Un programa realmente interesante con el que, poco a poco, un público frío y distanciado al comienzo de la velada fue “entrando en calor” para sumergirse en la dimensión expresiva de todas las obras que sonaron.

Como es de lógica suponer, en la comparación se descubren cuáles son las obras más interesantes y cuáles las que no tanto. Un asunto en el que las piezas de Montsalvatge y Nin-Culmell destacaron de forma absoluta y con las disfrutamos doblemente. Por un lado gracias a los autores homenajeados, por otro a causa de la interpretación entregada y emocional de la pareja sobre el escenario. Él con la fiabilidad del pianista acostumbrado a hacer bien su trabajo y, especialmente, a saber escuchar a quien acompaña para dialogar o, sencillamente, sostener su canto. Ella con esa voz profunda pero clara a la que nos tiene acostumbrados. Un registro versátil e intenso, con una vocalización exquisita y que desgrana el repertorio con elegancia y falta de ínfulas; con nobleza.

Descubrimos, a modo de primicia y estreno en nuestro país, las ‘Cinco canciones de La Barraca’ de Nin-Culmell, esbozos melódicos dedicados a los intérpretes por el autor recientemente fallecido y en el que trascribe, con una claridad musical casi neoclásica, algunas melodías populares.

Como pueden comprobar, les hablo de un concierto interesante, que funcionó muy bien, con un nivel artístico muy alto e integrado por piezas “más que bonitas”. ¿Qué más podemos pedir?

lunes, noviembre 08, 2004

“Piano y, otra vez, caramelos

El Aula de Música de la Universidad de Cantabria ofreció, el pasado domingo, un concierto protagonizado por el pianista madrileño Gonzalo de la Hoz bajo el título de ‘La pequeña forma en el romanticismo”. Una presentación más que suficiente para entender el contenido del programa compuesto por piezas breves de carácter libre compuestas en el siglo XIX.

El pianismo de este intérprete es un cerebral ejercicio de sincronía y ejecución con la que logra solventar con eficacia y sin más problemas las piezas que nos presenta. Más allá de la complejidad o virtuosismo de las mismas, de la Hoz asume y enseña el contenido de las obras con una precisión casi quirúrgica. Pero el precio que paga por mirar la música desde esa atalaya está en detrimento directo de la expresión y la explicación más profunda que tendrían que acompañar a cada título. Especialmente al tratarse de un repertorio romántico. Logró más coherencia en estos asuntos en la segunda parte del programa y en el Brahms de la primera mitad. Su visión de Chopin fue clara y potente así como el Liszt, que empezó dubitativo, termino siendo tajante y con un nivel muy alto. Para postre, a modo de bis, la mazurca de Chopin que suele dar de propina el propio Sokolov; al menos la dio en el famoso concierto de París y en el que ofreció este verano en Santander.

En otro frente, el que frecuente e inevitablemente hace que en estas páginas termine hablando de cuestiones extramusicales, una nueva referencia a los caramelos de la discordia que, en invierno de forma especial, interrumpen los conciertos. El otro domingo me sorprendí al ver que, tras la primera nota del concierto, justo en ese segundo, mi compañera de asiento sacaba, no uno, sino un puñado de estridentes caramelos envueltos en papel de plata para ir ofreciéndoselos a sus amigas “de concierto”, hablando entre sí con voz muy baja. Una de ellas ya había empezado a hacer fuegos de artificio con una linterna que encendió justo un segundo después de que las luces se apagaran. ¿Por qué mirar el programa cuando la luz de sala está encendida si se puede hacer con una linterna de color verde cuando se apaga...? Al final las invité a esperar a los aplausos para seguir con la fiesta del azúcar, pero lejos de entenderme mi amiga sonora me ofrecía, amablemente, su programa de mano. ¿Saben? Hace unos días me mandaron callar en la Filarmónica de Berlín porque estaba hablando con un amigo cuando todo el mundo aplaudía a rabiar. Me pareció un exceso de educación no poder “comentar la jugada” al tiempo que aplaudía, pero lo del domingo... más que exceso fue falta.

sábado, noviembre 06, 2004

“Alterio lleva la toga como nadie”

‘Eh, sargento! ¡Mira a quién tenemos aquí! Creo que es una suerte. El viejo Claudio.
¿Que tiene el viejo Claudio de malo como emperador? El mejor de Roma para el puesto,aunque cojea y tartamudea un poco...’


Héctor Alterio tiene cara de emperador romano, o de patricio o de senador. Tiene el porte de la sabiduría de los filósofos clásicos escrito en las arrugas de su frente y lleva la toga como nadie. El ‘Yo, Claudio’ que interpreta se estrenó en la pasada edición del Festival de Teatro Clásico de Mérida y este fin de semana ha estado en Santander.

La adaptación que Alonso de Santos ha realizado de la obra de Robert Graves –que en España se popularizó por la serie de televisión del mismo nombre- es un inteligente asunto dramático capaz de domeñar un texto amplio sobre el papel en apenas dos horas y media de escena. Tal y como señaló recientemente el crítico Joan-Anton Benach, “un inteligente trabajo de corte y confección”.

El escenario reposa su peso en una gigantesca pantalla de proyección, unas veces empleada para proyectar la imagen de Alterio –únicamente la suya- en las reflexiones que hace sobre su vida desde el momento actual, y otras veces como fondo de escena en el que se emplean elementos clásicos que nos sugieren lugares, colores y recuerdos que compara los rostros pétreos de los protagonistas de la historia con imágenes actuales: todos estuvieron una vez vivos.

Cuando la imagen del actor ocupa el espacio se provoca cierta distancia televisiva, casi de programa de confesiones, en el resto de las ocasiones se nos ofrece pensar en términos de simbolismo sobre las “adivinanzas” propuestas por José Carlos Plaza, acostumbrado a los manejos del Photoshop al servicio de la escena.

El personaje central de la obra, y el único que merece ser considerado, es un Héctor Alterio que va creciendo poco a poco, construyendo su papel desde el acento particular de su voz hacia otros inventados. De gestos que mimetizan su estampa con lo que imaginamos debió ser el Claudio original a muecas que siempre son contenidas sin afán de ir más allá de la virtud del histrionismo justo. Todo lo contrario de los que le rodean, como actores y como personajes exagerando el tono, los modos y las maneras. No sabemos si el motivo es exclusivamente escénico, el caso es que, salvando a Encarna Paso y a Paco Casares como las voces de la experiencia que acompañan al genio, el resto del elenco navega con más pena que gloria alrededor de Alterio y su Claudio.

La producción es interesante y efectiva, la parte sonora y coreográfica da un toque de modernidad a una obra que se sostiene, sin lugar a dudas, por el talento del texto y la presencia de su principal protagonista. No hace falta nada más... y nada menos.