Selección de críticas del musicólogo Gustavo Moral Álvarez

domingo, marzo 11, 2007

“El tenor y la bailaora”

Sara Baras y José Carreras llenaron la Sala Argenta del Palacio de Festivales y lograron levantar de sus asientos a un público entregado y que ovacionó largamente el encuentro entre ambos artistas. Todo sucedió el pasado sábado en un espectáculo que fundamentaba su argumento en la figura de cuatro nombres propios del primer tercio del siglo XX y su relación con el flamenco; los compositores Albéniz, Granados y Falla, –ahí es nada- y García Lorca. Por el camino otras presencias como Guastavino, Carlos Gardel, Joseph Ribas o, en el territorio de los “bises” Joaquín Rodrigo y Agustín Lara.

La alquimia del espectáculo hace que, la busca de la quimera y el taquillaje, mezcle elementos dispares por ver qué sucede. Fusiones, ensaladas y mixturas que hacen que territorios en otro tiempo acotados, rompan sus fronteras –o al menos abran un huequito- para manejarse en tierras más extrañas. Pero está claro que hay un ingrediente que tiene mayor facilidad y permeabilidad para ser mezclado, seguramente por tener la capacidad de ser maleable y abierto para ello: el flamenco. En el último cuarto del XX y en lo que llevamos de este XXI hemos visto cómo este arte se acercaba al jazz, al rock, al pop, al rap, a la música tradicional de la India, de África. Pero en el caso del pasado sábado más que un paso hacia delante se vivió una mirada atrás en busca de la esencia del género en las composiciones de música culta. La compañía de Sara Baras, cuerpo de baile y músicos, esbozaron en sus intervenciones a solo diferentes cuadros que recogían temas universales de la música clásica que, en sus orígenes, hundían sus raíces en lo popular. Por su parte José Carreras interpretó canciones del repertorio señalado con mucha musicalidad y sabiduría. La misma música que derrochó el cuerpo de Sara Baras en las conjunciones con el tenor y en sus arranques de energía cuando hizo de la escena su territorio.

Los achaques de este espectáculo, al que confieso que tenía “más miedo que a un nublao” –prejuicios de haber presenciado más de un desastre en fusiones similares- quedan en simples anécdotas: la ineludible necesidad de amplificar la voz de Carreras, su estatismo escénico o la yuxtaposición de las escenas pesan un poco en la valoración del conjunto. Sí que tuvimos problemas, y graves en algún momento, con los criterios de afinación entre piano, guitarras y violín, cada uno por su lado. Pero la energía desbordada por el baile y toda la música sentida y manifestada mereció la pena. La voz del gran tenor, a pesar de no ser lo que fue, mantiene mucho de su esencia. No podemos valorar su estado en condiciones normales pues la microfonía y el volumen en la sala nos lo impiden. Más que de una gala lírica hemos de hablar de un espectáculo de otra índole. Así no nos pillamos los dedos.