Selección de críticas del musicólogo Gustavo Moral Álvarez

martes, marzo 13, 2007

“Barroco, ma non troppo”

La Orquesta de Cámara “Vox Auriae de Brescia”, dirigida por Giancarlo de Lorenzo, protagonizó el lunes doce de marzo un concierto dedicado al barroco dentro de la programación de la Fundación Marcelino Botín. El público acudió en masa a la propuesta con un resultado, musicalmente hablando, desigual en las dos partes que compusieron el recital.

La primera mitad estuvo integrada por tres piezas en las que, sorprendentemente, nos quedamos con una sensación de debilidad musical en lo que a las intenciones del conjunto se refiere. Tanto fue así que, en la Sinfonía de Durante que abrió comino al resto de las piezas, la afinación y el empaste de las cuerdas destacó por su falta de criterio. El grupo de bajo continuo tampoco era capaz de dar interés a la vertiente rítmica de este repertorio a pesar de ser constante –el teclado no se escuchaba y tampoco había sido utilizado para afinar el ensemble- y el carácter global de al obra parecía indicar una especie de “sálvese quien pueda”. La Sonata de Scarlatti, algo más correcta a partir de su tercer movimiento, pero sin diálogo ni intención entre solista y acompañantes.

La sensación de desolación, al menos para quien les escribe, fue finalmente corregida con la aparición de las obras de Corelli y Vivaldi, especialmente con la llegada de la segunda mitad. No es que ahora todo diera un giro de ciento ochenta grado, pero al menos la entidad orgánica del grupo caminó con una misma intención, compacta y coherente. Mejor afinación, más empaste, una visión de las piezas global que permitía seccionarlas y apreciarlas en sus contrastes... No obtuvimos nada nuevo en lo que al repertorio se refiere, pero sí que apreciamos un mejor resultado comunicativo. La dirección de Giancarlo de Lorenzo la imaginamos eficaz como regente habitual del conjunto aunque sobre las tablas la voz cantante fue llevada, a nuestros ojos y oídos, por el concertino.

Una pena no haber recibido un concierto completo, pues es cada vez más infrecuente encontrarse con programas dedicados íntegramente al barroco, de forma especial a este tipo de piezas tan luminosas y que, a la vista de la asistencia del público, tan atractivas para todos. De todas las formas el aplauso masivo y la sensación de haber presenciado “algo muy hermoso” quedó en las palmas de muchos de los asistentes. Lamento no haber sentido lo mismo, ni por asomo en la primera mitad.

domingo, marzo 11, 2007

“El tenor y la bailaora”

Sara Baras y José Carreras llenaron la Sala Argenta del Palacio de Festivales y lograron levantar de sus asientos a un público entregado y que ovacionó largamente el encuentro entre ambos artistas. Todo sucedió el pasado sábado en un espectáculo que fundamentaba su argumento en la figura de cuatro nombres propios del primer tercio del siglo XX y su relación con el flamenco; los compositores Albéniz, Granados y Falla, –ahí es nada- y García Lorca. Por el camino otras presencias como Guastavino, Carlos Gardel, Joseph Ribas o, en el territorio de los “bises” Joaquín Rodrigo y Agustín Lara.

La alquimia del espectáculo hace que, la busca de la quimera y el taquillaje, mezcle elementos dispares por ver qué sucede. Fusiones, ensaladas y mixturas que hacen que territorios en otro tiempo acotados, rompan sus fronteras –o al menos abran un huequito- para manejarse en tierras más extrañas. Pero está claro que hay un ingrediente que tiene mayor facilidad y permeabilidad para ser mezclado, seguramente por tener la capacidad de ser maleable y abierto para ello: el flamenco. En el último cuarto del XX y en lo que llevamos de este XXI hemos visto cómo este arte se acercaba al jazz, al rock, al pop, al rap, a la música tradicional de la India, de África. Pero en el caso del pasado sábado más que un paso hacia delante se vivió una mirada atrás en busca de la esencia del género en las composiciones de música culta. La compañía de Sara Baras, cuerpo de baile y músicos, esbozaron en sus intervenciones a solo diferentes cuadros que recogían temas universales de la música clásica que, en sus orígenes, hundían sus raíces en lo popular. Por su parte José Carreras interpretó canciones del repertorio señalado con mucha musicalidad y sabiduría. La misma música que derrochó el cuerpo de Sara Baras en las conjunciones con el tenor y en sus arranques de energía cuando hizo de la escena su territorio.

Los achaques de este espectáculo, al que confieso que tenía “más miedo que a un nublao” –prejuicios de haber presenciado más de un desastre en fusiones similares- quedan en simples anécdotas: la ineludible necesidad de amplificar la voz de Carreras, su estatismo escénico o la yuxtaposición de las escenas pesan un poco en la valoración del conjunto. Sí que tuvimos problemas, y graves en algún momento, con los criterios de afinación entre piano, guitarras y violín, cada uno por su lado. Pero la energía desbordada por el baile y toda la música sentida y manifestada mereció la pena. La voz del gran tenor, a pesar de no ser lo que fue, mantiene mucho de su esencia. No podemos valorar su estado en condiciones normales pues la microfonía y el volumen en la sala nos lo impiden. Más que de una gala lírica hemos de hablar de un espectáculo de otra índole. Así no nos pillamos los dedos.

martes, marzo 06, 2007

“Anandamanía”

Y no lo digo yo: este es el título de la pieza de Antonio Lanchares con la que Ananda Sukarlan cerró el concierto ofrecido en el Ateneo de Santander el pasado sábado. En otra situación, tal vez con otro pianista, tendríamos que hablar del privilegio que debe suponer dar título a una pieza musical especialmente escrita para alguien. Pero tengo la sensación de que el honor es para el compositor que tiene la suerte de ser “tocado” por este intérprete, asegurando así la vida y la difusión de su obra.

Hablamos de un pianista que pasa de puntillas cuando se anuncian sus conciertos en Santander, sin excesivas alharacas mediáticas pero asegurando siempre la calidad de sus propuestas y la fiabilidad del resultado musical en las mismas. Y lo mismo en multitud de escenarios, pues este músico sí que es de los que puede presumir de currículum y de haber tocado mucho por todo el mundo. Y eso de la profesión y la experiencia, créanme, que se nota.
En el concierto de sábado, un programa muy asequible con piezas aptas para todos los oídos. Haydn, Prokofiev y Ravel dentro de los clásicos y David del Puerto y Santiago Lanchares en los contemporáneos nacionales. En todos los casos un común denominador, además de las manos de su intérprete, en el sentimientos compositivo de las obras. Armonías amables, incluso en el lenguaje actual y un lirismo abierto dentro de una evidencia influencia, o presencia, del impresionismo. Se estrenó, de forma conjunta por primera vez, el ‘Cuaderno para los niños’ de David del Puerto. En su conjunto la obra es, igual que lo son sus partes, posible y cercana. Con Anandamanía nos situamos, en cambio, con un ‘perpetuum mobile’ a modo de tema y variaciones que pone a prueba las capacidades atléticas de los dedos del ejecutante. Emocionalmente nos transmite una tensión creciente que únicamente encuentra solución en su final. Ananda hizo bien todas las obras, especialmente bien las más cercanas a nosotros en el tiempo. El piano de este auditorio es grande y su sonido potente y duro lo que impidió demasiados matices. Pero en las obras más expresivas fue el vehículo perfecto.

domingo, marzo 04, 2007

“Negro sobre blanco”.

En los últimos días el Palacio de Festivales nos ha ofrecido dos obras de teatro de signo bien distinto pero con un común denominador: la literatura vista desde la escena. La primera de ellas, hace un par de semanas, nos trajo el intimismo de Brian Friel con ‘Afterplay’; Blanca Portillo y Helio Pedregal sobre las tablas. El pasado viernes se presentó ‘El Chico de la última fila’, escrita por Juan Mayorga y dirigida por Helena Pimienta. Siempre se han dicho que las comparaciones son odiosas, pero en ocasiones, como es el caso, su cercanía en el tiempo y la constante presencia de los grandes autores rusos las hace inevitables.

La producción de ‘El Chico…” no es redonda en su factura, pero sí que tiene mucho acierto en la dimensión dramática, en su contenido y en el trabajo desarrollado por sus dos intérpretes principales. Los flecos que la impiden ser más perfecta están en el torpe empleo de la música y en una iluminación caótica en muchos casos, barroca en su concepto pero difícilmente llevada a cabo. En la otra mitad está el asunto de la obra, un complejo entramado dramático que va tejiendo el argumento y creciendo hasta llegar a su final, abrupto. Creímos que íbamos a ver una obra con asuntos relacionados con la educación, pero el elemento crucial de la pieza no está en la relación profesor-alumno sino en la dimensión literaria de la creación. En el hecho de escribir frente al de vivir. Muy interesante en todo caso.

Ramón Barea y Carlos Jiménez-Alfaro presentan unos caracteres creíbles y bien manejados en lo escénico por Helena Pimienta. El tono de la obra es actual con un lenguaje claro y directo. Algunos elementos quedan desarticulados –más allá del dúo protagonistas- y sin fuerza, tal vez por cierta apatía expresiva en la interpretacón. Nada grave en un entorno que inspira la confianza suficiente como para adentrarse en él.

Sobre la otra obra, ‘Afterplay’, los parámetros son completamente distintos. La puesta en escena se cuida mucho más –iluminación, espacio escénico…- en una proposición mucho más intimista y clásica. La actuación de Blanca Portillo y Helio Pedregal es eficiente en todos los aspectos. Pero para quien les escribe, el argumento de ‘Afterplay’ se sitúa en una situación argumental tan exclusiva que puede caer en lo aburrido. Se organiza el discurso en el encuentro de dos personajes de Chejov en un encuentro casual, dentro de una situación espacio-temporal ajena al mundo. Imagino que, para adentrarse en esta obra y disfrutar más su contenido, sea necesario tener muy cercanos y vividos ambos títulos. El drama, el conflicto, no aparece en este escenario sino en los otros y el paseo por la obra no es más que eso: un paseo.

Dos obras bien distintas, dos producciones conceptualmente alejadas pero un universo literario que las une. Negro sobre blanco.