Selección de críticas del musicólogo Gustavo Moral Álvarez

sábado, marzo 27, 2004

“Sueño que sueño un sueño”

Carlos Hipólito regresó al Palacio de Festivales para mostrarnos su último trabajo, la comedia ‘Dakota’, escrita por el dramaturgo barcelonés Jordi Galceran y dirigida por Esteve Ferrer.

Hipólito se ha convertido en uno de nuestros actores de directo –de escena, de teatro de tú a tú- más importantes del momento actual. A base de trabajo constante ha ido asentando su nombre y su presencia en producciones que, paulatinamente, han ido complementándose con él mismo encarnando personajes que parecen ser pensados únicamente para ser interpretados sí mismo. Así sucedió en el Hipólito Jarama que pudimos ver el pasado fin de semana en la Sala Pereda, un irónico protagonista que narra al respetable su particular existencia en una caída libre hacia la locura de un sueño. Un tono directo, como el del narrador de la serie cuéntame, en su misma voz y en términos de recuerdo, que nos implica y engaña en un artificio dramático perfectamente estudiado. Hipólito –Carlos y Jarama- son perfectos cuentistas de sus vivencias, del mirar hacia atrás con los ojos entornados y hacerlo presente sobre las tablas.

Los primeros minutos de la obra resultan inciertos en busca, por parte del público, del futuro que nos promete la función: ¿comedia? ¿drama? ¿vanguardia? ¿teatro del absurdo?... Interrogantes que se van cerrando hacia un tono de alta comedia, la única permisible con los presupuestos escénicos de los que parte, comedia de enredo pero bien alta, que juega con nosotros para hacernos reír y asombrarnos de cómo funciona nuestra propia percepción, de lo que vemos e imaginamos, de lo que inventamos o pensamos, tal vez de lo que soñamos. Nos convierte en locos y en soñadores, pero sobre todo, nos hace cómplices de la locura de un cuerdo dentro de su propio mundo. Soñamos que soñamos un sueño y nos convertimos en locos sentados en nuestras butacas creyéndonos lo que nos cuentan enfrente nuestro.

El reparto es equilibrado y de mucha calidad. Elisa Matilla está comedida en su tono y papel, Juan Codina no es menos materializa un hilarante rol, casi de Sancho Panza al pié del Quijote dentista, que le permite mucho juego e histrionismo. Ángel Pardo, por su parte, se trasmuta en Guardia Civil Gallego en una caricatura más viñeteada que real, puede que excesiva o puede que no tanto. Todos ellos giran en torno a Carlos Hipólito, por argumento y por razones de carácter.

El escenario es un sugerente recorrido blanco de rampas y escaleras, un espacio versátil hábilmente iluminado con impresionistas manchas de luz que no siempre aparecieron con el ritmo más conveniente. Aún así la iluminación, a pesar de los tropiezos técnicos, este es un elemento indispensable para vestir la obra y entender parte de su contenido: luces y sombras, sueños y realidades.

Una obra interesante, mucho más profunda de lo que aparenta y que, resumiendo, podríamos entenderla como un gran chiste que prepara el desenlace final: el sueño americano es posible, y a tenor del ritmo que nuestra sociedad experimenta, no tardaremos en encontrar nuestro ‘Dakota’ en una hamburguesería cercana, o puede que en cualquier ‘Museo del Jamón’. Ojalá que no suceda... ni en sueños.

“‘Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la visa es sueño, y los sueños...’”

miércoles, marzo 24, 2004

“Más virtuosismo para violín”

El ciclo de Conciertos Educativos que la Fundación Marcelino Botín presenta este año, bajo el epígrafe general de ‘Imágenes de la Música Europea’ cumplió un nuevo capítulo el pasado lunes con la presencia de la violinista rumana Cristina Anghelescu acompañada al piano por Daniel del Pino. Ofrecieron un concierto dedicado al virtuosismo violinístico en el que, con el título ‘El arco mágico’, repasaron piezas de Tartini, Cersar Franck, Ysaye, Pagannini, Sarasate y Ravel.

Fue un contrapunto ideal al encuentro de la pasada semana, nuevamente con violín y piano y con algunas obras repetidas. Se trató, como anticipábamos hace unos días, de una suerte de “breve ciclo” dedicado a este instrumento y en el que pudimos encontrar dos formas bien distintas de hacer música. Por una parte la perfección técnica del joven Sergei Malov en su proyección hacia el futuro, por el otro el sonido asentado y maduro de Anghelescu. En ambos casos la entrega al virtuosismo en siempre sorprendentes evoluciones técnicas e interpretativas.

En el concierto que ahora nos ocupa, Anghelescu supo abordar un programa comprometido de una forma brillante. El sonido que arranca de su instrumento es contundente y bien asentado, aunque apareció algo sucio e impreciso en ciertas obras, como el caso de los dos ‘Caprichos’ de Paganini. Sobre su destreza en los momentos comprometidos, mantuvo cierta contención en los pasajes de velocidad, circunstancia que no impidió en modo alguno un concierto agradable y que arrancó más de un bravo del público en la sala.

El piano de Daniel del Pino, en las tareas de acompañante, fue una magistral lección de clase y buenas formas interpretativas. Sería muy interesante poder presenciar un concierto ‘a solo’ de este joven músico, seguramente para apreciar aún más todo el talento que demostró ante el teclado.
El próximo concierto que podremos presenciar en este escenario tendrá lugar el 12 de abril con la presencia de la Joven Orquesta ‘Julián Orbón’.

sábado, marzo 20, 2004

“El alma del músico en Pieter Wispelwey”

El violoncellista Pieter Wispelwey ofreció, el pasado viernes, un fascinante concierto dentro de la programación de clásica del Palacio de Festivales. Un encuentro con la música en un estado bien puro pero desde la perspectiva entregada y muy personal de este músico holandés.

El programa incluyó obras de Britten, Hindemith, Beethoven y Shostakovich, y en todas y cada una de ellas Wispelwey manifestó su entrega con el sonido realmente exquisito de su instrumento. Infinitud de matices y cientos de artificios técnico empleados con mimo para arrancar la voz de la propia música. Una voz que habló con palabras de sonido, y en la que supimos perdernos irremediablemente. Una voz que nos narró cada título y en la que reconocimos el alma del músico: tanto del compositor como de este intérprete magistral.

Con la primera pieza, las ‘Tres obras para cello y piano’ de Hindemith, arrancó una sonoridad propia de la música barroca en interpretación historicista. Media voz del instrumento para ir ganando espacio a la expresividad más apasionada que llegó de la mano de la ‘Sonata’ de Britten. El equilibro exacto entre artificio, técnica y discurso de dieron de la mano para acercarnos un sonido rotundo. Además la propia entrega del músico, plagada de gestos y respiraciones que aumentaban la intensidad del contenido, hicieron posible un mensaje perfecto. Wispelwey se convirtió entonces en el nexo de unión entre la partitura y nosotros mismo, entre el compositor y el público, a pesar del paso del tiempo.

En la segunda parte las ‘Variaciones Op. 66’ de Beethoven fueron un momento de reposo en una visión muy clásica de la obra del sordo alemán. Sirvió como sosiego para adentrarnos en la contundente Sonata de Shostakovich, de la que realizó una ejecución fascinante, comprometida y nuevamente emocional.

El pianista Dejan Lazic fue el acompañante perfecto, discreto pero manifestando cualidades de gran solista. Impecable en su fraseo y atento a las evoluciones del solista asentó una presencia firme e imprescindible sin resultar agobiante para público y cellista. Un gran concierto de un magnífico intérprete. Lástima que muchos de los posibles aficionados olvidaron acudir a esta cita dejando la sala Argenta a medio llenar. ¿Dónde se habrían metido? Ellos se lo perdieron.

lunes, marzo 15, 2004

“La simetría de la cruz de Cristo...”

... rota por la imagen doliente de Magdalena llorando a sus pies. Este bien puede ser el argumento estético de las “Imágenes andaluzas...” que Távora presentó en el Palacio de Festivales el pasado fin de semana. Una producción que acude a Carmina Burana de Carl Orf para demostrar que el flamenco guarda muchas sorpresas y admite todo tipo de aportaciones y combinaciones, de tal modo que hasta nos pareció que el O’Fortuna había sido escrito sobre el ritmo de uno de los palos de este arte.

Simetría dada por el madero y por la posición de toda la escena, simetría para romperla a cada segundo y para perderse en ella, por la que navegan los seres que en ella transitan, dos (simétricos) enanos barrocos, toros mecánicos, cuerdas y molinos que giran para llevar ángeles o bacantes.

El momento social en el que vivimos, triste y dramático, confuso y desgarrado, dotó de una especial emoción a la apuesta reivindicativa de La Cuadra de Sevilla. Una reflexión que, con el valor añadido de las imágenes trágicas de nuestra memoria, encontró un prolongado aplauso en un público que también alzó las manos –blancas- en símbolo mudo de protesta. Pero distanciándonos, casi quirúrgicamente, del espectáculo, encontramos sus más y sus menos en una obra de “las de siempre” de este grupo andaluz, ventaja e inconveniente al mismo tiempo.

Távora demuestra su maestría en un cuidado estudio de la escena para la articulación lógica de todos los elementos que la integran. Maquinas y personas en una danza constante en la que el argumento, plagado de referencias y símbolo, sea contado y entendido. Tal vez este afán de evidenciar el asunto nos lleve, en más de una ocasión, hacia estampas simplificadas y casi pueriles frente a otras realmente sorprendentes. En el discurso de despliegan todo tipo de referencias hacia los típicos –o tópicas- de la Andalucía taurina, la de las procesiones de Semana Santa o la de los “aceituneros altivos”, la que aparece en los cuadros de la escuela andaluza barroca de Ribera o la flamenca y religiosa.

El trabajo de actores, músicos y bailarines es entregado, pero sin ser del todo creíble –si es que hubiera de serlo...- en el exceso de pantomima en busca, nuevamente, de la explicación del hecho. Como colofón un grito con el ondular de la bandera blanca y verde, esta vez enlutada con un crespón en su centro. Un capítulo que se fuga de nuestros días hacia épocas de transición en la alianza del pueblo campesino que contempla lo cíclico de la historia. Un retazo de otros tiempo... o tal vez aún de estos.

Aún así, la unidad estética de la obra se rompe con esta adenda para recuperarse de nuevo con el final, que el principio. Una descarga de energía, canto y tacón.

“Espectacular Henderson”

Scott Henderson regresó a Santander, el pasado domingo, para ofrecer un concierto dentro de su gira europea y que se incluyó en la programación del III Festival Internacional de Jazz de Santander.

Un concierto potente y rotundo el que ofreció Henderson con su Blues Band, integrada por Kirk Covington a la batería y John Humprey en el bajo. Combinó blues con propuestas más personales, pero siempre luciendo la espectacular técnica que le presenta como uno de los mejores guitarristas del momento. Una propuesta que nuevamente contó con el respaldo incondicional del público que vibró y disfrutó “de lo lindo” con las evoluciones del trío y con la descarga constante de riffs firmes de la guitarra eléctrica e improvisaciones técnicamente espectaculares.

La música de Henderson deambula por terrenos complejos y muy jugosos musicalmente hablando. Acudiendo a un modo de hacer sonar a su banda que podría parecernos excesivamente “heavy”, no es sino un punto de comienzo sobre el que despegar y volar muy libre –sus dedos se lo permiten- hacia inteligentes y calculadas proyecciones de cada tema. Por otra parte, el espectáculo de su sonido se ve directamente completado con el espectáculo, en sí mismo, de un Kirk Covington brutal, cercano y tajante en la batería. Todo un showman musical y un vocalista capaz de hacer, como no, lo imposible. El bajo de Humprey pareció más comedido, distante y poco matizado, una opción tal vez pensada para no saturar, más aún si cabe, el entendimiento del aficionado que con los otros dos integrantes tuvo más que suficiente.

Próximos conciertos de este Festival organizado por el Círculo de Jazz de Santander serán los de Shakatak, previsto para el 24 de abril, y el del batería Dave Weckl. Cada vez más, Jazz es primavera.

sábado, marzo 06, 2004

“Perdidos en un punto”

El Palacio de Festivales ofreció, dentro de su programación teatral, la última obra firmada por el director de escena francés Philippe Genty. Un onírico viaje “a ninguna parte” creado por escenas y sueños que nos conducen hacia la magia de la escena: ‘Punto de Fuga’ (‘Ligne de fuite’).

Es bien complicado tratar de definir este espectáculo, tal vez porque pertenece a ese tipo de propuestas que pertenecen a sí mismas o que únicamente pueden ser englobadas bajo el sello característico de su creador. Podemos acudir a las óperas Phill Glass con Robert Willson en la escena, o tal vez al Teatro Negro de Praga, o al Circo del Sol en busca de referentes y/o consecuentes. Pero siempre será desafortunado llamar teatro a algo que también es danza, o danza a algo que tiene mucho de títeres y artificios manipulados, o guiñol a un cúmulo de artefactos visuales que engañan como lo hace un truco de magia...

Punto de Fuga quiere llevarse al espectador hacia un plano irreal en el que las cosas suceden como en esas muñecas rusas, abriendo una para encontrar otra. Secuencias encadenadas que nos conducen hacia una nueva, pero al contrario que el juego de madera que encierra siempre una figura menor, aquí podemos abrir una caja para descubrir que en su interior se encuentra algo más grande que su propio continente, paradoja solo posible aquí. Realidades ficticias e inventadas en las que buscamos la magia, sin querer descubrir el truco, sorprendiéndonos con la inocencia de un niño que descubre que volar es posible... al menos en un escenario.

El trabajo de iluminación, indispensable en este espectáculo, es un elemento más de nuestro sueño –del que Genty soñó para el público-, y el trabajo de actores y manipuladores es un engranaje de alta precisión con el que hacerlo posible. Un trabajo impecable que conmueve guiados por la música minimalista de René Aubry, también indispensable en esta ‘fuga hacia un punto’.

Y nos perdimos en un punto, en el intervalo presente en la línea del horizonte que divide el cielo del mar, sabiendo se su espacio hacia arriba y del misterio que se encierra debajo de la capa de agua que oculta más agua. Perdidos en un trazo que no existe más que en nuestros ojos y es en ellos donde se fragua todas las escenas de Genty, en las que el tamaño no importa y todo puede variar de proporción.

Perdidos en un punto como perdidos quedaron muchos espectadores que no supieron acudir al Palacio de Festivales dejando el aforo de la Argenta a medio llenar, una vez más dejando pasar una oportunidad que lo merecía. Cada vez entiendo menos los motivos de esa “pereza cultural” que muchas veces nos invade. Eso sí, ayer jugó el Madrid y las entradas, que llegaban hasta los 90 euros, seguro que se vendieron todas. Tal vez esto también sea una paradoja fruto de un sueño... o de otra pesadilla.