La Temporada Lírica del Palacio de Festivales nos ha propuesto, para este fin de año, un título que enlaza fácilmente con el asunto temático que, el próximo 2006, ocupará a buen seguro nuestro tiempo de ocio musical: el 250 aniversario del nacimiento de Mozart. La producción de Don Giovanni que dirige en lo escénico Francisco López y en lo musical Marco Armiliato clausura un ciclo que, a pesar de no ser largo en cuanto al número de propuestas sí que es oportunamente intenso en cuanto a la calidad ofrecida. Pero, en este tipo de comentarios, mejor ir poco a poco y por partes.
Vocalmente nos hemos encontrado con un elenco que ha fascinado en los roles masculinos, descubriendo a Mariusz Kwiecien como joven realidad de la lírica que no solo encarna al inmortal Don Juan con rotunda presencia escénica sino que hace lo propio con su registro: asentado, versátil, personal y muy potente. Junto a él nos reencontramos con el Carlos Chausson que nos hizo disfrutar hace unos años en otro personaje mozartiano, el Papageno de la Flauta Mágica que dirigió, aquí mismo, Lyndsay Kemp. Chausson, a pesar de un momento incómodo de su garganta, nos gustó nuevamente por cómo canta lo que canta y como nos implica, a los espectadores, en lo que cuenta. La terna se completa con Nahuel di Pierro, Masetto en el drama y muy interesante voz en todos los sentidos. Antonio Gandía, por su parte, apareció encorsetado en su papel de don Ottavio y con una voz vibrante en exceso, tanto como para perder la facultad de hermosa. En la parte contraria, hablando de un drama de hombres y mujeres, ellas encabezaban el cartel con el retorno a la sala Argenta, tras su debut en España con un Traviata que vimos en el año 1999 , de Maureen O’Flynn. En aquel entonces calificamos su voz como “un bellísimo vehículo musical”. En este caso los colores de su registro de soprano mostraron un tono algo más pálido que brillante, no por falta de categoría y calidad sino por la evolución propia de su voz. Elisabete Matos llegó “de repente” a esta producción, sustituyendo a Ana Ibarra, indispuesta a última hora. La claridad y pureza de su voz fue la mejor herramienta que tuvo para forjar a doña Elvira, que gustó mucho al menos a quien les escribe. Beatriz Lanza recibió también el cariño de su público –como ven ésta ha sido una ópera con “muchos regresos”- a pesar de que su perfil vocal no se corresponda exactamente con las expectativas “más ligeras” esperadas para una Zerlina.
La Orquesta Filarmónica de Transilvania, desde el foso, acompañó con corrección la partitura. Sin una presencia excesiva y con algún desajuste temporal, siguió las indicaciones de Armiliato, que sabe bien su papel en lo musical para trascender un poco más allá. Elena Ramos, maestra repetidora habitual en el Palacio de Festivales, salió a escena para encargarse de acompañar los recitativos con el clave. Y lo hizo con mucho gusto y profesionalidad.
Llegando a la parte escénica hemos de alabar el trabajo de artesanía que nos ha ofrecido Paco López. Su doble función de director escénico e iluminador nos conducen por una narración en la que la luz guía a la escena y el espacio se convierte en un lugar mágico que va desvelándose poco a poco. Dramáticamente se nos sitúa la acción en un espacio anacrónico con el drama, pero que funciona en lo recargado y en la propia concepción de la escena. Las ruinas de una edificación renacentista, tal vez neoclásica, nos llevan hacia el romanticismo nacido de las cenizas de la razón en la continua disputa del arte. Este don Juan, además, matiza su desenfreno vital con el añadido de la adicción a las drogas, un recurso que ha despertado cierta polémica pero que no enturbia en absoluto el desarrollo de la acción. Y es que sería mucho destacar esta situación hablando de un personaje que ha seducido a miles de mujeres, matado a otros tantos hombres y que es capaz de renunciar a la salvación a pesar de tener varias oportunidades para hacerlo. No, desde luego que el personaje recreado por Da Ponte no es el “realmente enamorado” don Juan de Tirso, ¿no creen?.
Es necesario alabar, igualmente, el trabajo de la figuración en esta obra. La escena final, una Santa Cena llena de prostitutas y travestidos –tal vez la visión que de la iglesia tiene el personaje del burlador que busca en su versión más española el amor en los brazos de una novicia- se hace posible con rostros desfigurados, dramáticos y desgarrados que hacen de este final una verdadera catarsis.
El público se hace con la escena y, como sucede únicamente pocas veces, ríe con las bromas y se estremece con la música. Una implicación que debe muchísimo, casi todo, a la genialidad de Mozart, pero en este caso también a la de los involucrados en este montaje. Francisco López ha sabido leer el texto y traducirlo en imágenes, pocas cosas se dicen sobre las tablas que no estén bien sugeridas por la música y el libreto.