“Lorca visceral”
Lorca, la muerte “negra” y el sabor del flamenco, lo andaluz y lo gitano, el romancero y la guerra de “las dos españas”. El cante y el baile, el moderno y el clásico... el español. Todo ello conjugado con la sabia mano del coreógrafo Florencio Campo y la dirección escénica de Francisco Suárez. Lágrimas rojas de sangre y blancas de luna –de sal y de agua, lágrimas de lágrima- condujeron el espectáculo flamenco sobre el Romancero Gitano que se presentó el pasado viernes en el Palacio de Festivales.
La idea no es nueva, casi podríamos hablar de un clásico: volver a beber de las fuentes lorquianas para dar flamenquito a los “payos”. Rescribir los versos del universal andaluz con letras de danza y sonidos de guitarra. Solo que esta vez, siendo de los mismos, se nos antoja distinto el tono de un espectáculo que logra fundamentalmente descargar emoción a borbotones sobre un público que enmudece y se implica en cada una de las diez ceremonias que lo subdividen.
La escena se compone de metáforas poéticas en las que la luna nos vigila desde una atalaya construida como un andamio y todo lo malo del mundo es su sombra, la de la luna. Debajo el mundo de los vivos y de los gitanos, de Federico escribiendo “a pesar de todo” y cavando a dentelladas su futuro de “emplazado” con el destino. Él, García Lorca, es Florencio Campo –orgullo de decir que es de esta tierra- que encarna con dulzura y riesgo un papel crucial y que tiene en su cuerpo, íntegro, el sentido de su trabajo. Desde el leve movimiento de un pie hasta el péndulo de su flequillo acompasan la danza. De otro lado una compañía repleta de sorpresas: Kélian Jiménez con fuerza y tacón, José Maya con una figura que se cimbrea y nos conmueve como lo hacen sus ojos; Alegría Suárez con porte y elegancia o Inge Martín ilustrando un dramatismo visceral. Todos ellos, también los que no menciono, celebraron esta propuesta que fue puesta en música con voces magníficas como la de Aurora Losada y sonidos igualmente entregados: el piano de Pablo García o las guitarras de Suárez “Cano”, Juan Requena y García Quirós.
La producción cuida, además, los elementos que visten a los artistas y a la propia escena. En todos los casos hay derroche de buen gusto y, sobre todo, un sentido del drama y la pasión definible como desbordante.
Al comienzo del espectáculo tuvimos las palabras de Francisco Suárez que quiso dedicar su creación a las víctimas del terrorismo, a las del pasado año en los trenes de Madrid –no me gusta usar siglas y número- y a todas las demás. He de confesar que por unos momentos sentí miedo a que alguien desde el público entendiera “a su manera” un mensaje que hablaba de guerra civil y de historia y salieran brazo en alto como sucediera hace unas semanas en el estreno de Marina. Afortunadamente todos fuimos cuerdos y también silencio.
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