“Buena escena y poca voz”
La Zarzuela regresó al Palacio de Festivales con una nueva producción de la Marina de Arrieta. Una apuesta fuerte por lo escénico pero que falló en lo vocal de forma más que evidente. Y es que, a pesar de los esfuerzos por ser justos, seguimos encontrándonos con interpretaciones “menores” de este género en un agravio comparativo con la ópera por parte de sus propios protagonistas.
Decíamos que la apuesta era fuerte y los logros resultaron altos en muchos aspectos, de un lado la fascinante estenografía de Giuliano Spinelli, que ya nos encandiló con su trabajo para la Butterfly de hace tres temporadas. Del otro el giro inesperado que cobra la escena con el concepto dramático ideado por Gustavo Tambascio, que descontextualiza la situación original para volver a construirla en los años de la guerra civil española. Con este nuevo espacio temporal se produce un sustancial aumento en dramatismo y aparece una historia más interesante que la originaria. Sin desmerecer el argumento de Campodrón y Ramos Carrión, la nueva apuesta nos nutre del fascinante ejercicio de “repensar el texto” y abre puertas que, hasta el momento, habían permanecido cerradas. Bien es cierto que el enfado de parte del público se vio justificado al no encontrar lo que buscaban: la Marina de siempre. En su lugar apareció un personaje doblado: la “imaginada” encarnada por la voz de una soprano y la “real”, una mujer lorquiana, reseca y doliente, que es interpretada por una actriz.
Desde esta premisa se abren dos mundos que juegan a confundirse, y a confundirnos. Pero que, en el resumen que hacemos al terminar el espectáculo, dan para mucho más que una visón unidireccional. Lamentablemente la falta de vocalización de gran parte de los cantantes perjudicó la asimilación de esta nueva escena, pues si no entendíamos lo que se cantaba y, en algún particular, no recordábamos el texto de determinado aria, costaba buscar la reformulación de lo que tan farragosamente se estaba exponiendo.
Decimos de Rocío Ignacio, especialmente escasa en el despliegue de sus habilidades y que, esto dentro de lo anecdótico, patinó con más estruendo en sus desarrollos finales. Su nombre está cada vez más presente en todo tipo de escenarios pero necesita más dedicación a cada papel para justificar ante su público la protección de los nombre que “mandan” en estos negocios. Alejandro Roy fue el único que supo despertar aplausos algo más potentes de un respetable que se mantuvo excesivamente frío en todo momento. Ismael Pons, en el papel de Roque, mantuvo el tirón y nos dio parte de lo mejor de la noche en lo que a voz se refiere. Pero esta Marina fue, y me repito en esto, más de escena musical. Marta Juaniz, la actriz de dar vida al personaje desde una perspectiva muda y atinada. Su gesto nos guió por el drama y nos conmovió como lo hicieron los rostros inertes que eran proyectados en los interludios instrumentales. Una aldabonazo a la memoria colectiva y un recordatorio de “lo que se sufrió” y “aún se sufre” por la injusticia de una guerra.
La Orquesta Bilbao Philarmonia supo defender la partitura desde el foso, sin alardes en cuanto a presencia pero con un trabajo muy bien hecho. La dirección de Miquel Ortega atenta y adaptada a la escena, como era de esperar. EL Coro Lírico, completando unas jornadas de trabajo intento que se inauguraron hace un par de meses con su participación en el Werther, siguió siendo el mismo del que solo podemos decir parabienes, con algún desliz como el del comienzo del segundo acto –cada uno por su lada- y con la integración de algunas de sus voces, esta vez menos afortunadas, en breves roles con su momento de protagonismo.
Como pueden ver una producción compleja en todos los elementos que la integran, unos mejores y otros no tanto. Sería necesario haber recibido más voz para igualar su categoría con lo que tuvimos en escena, que fue mucho.
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