“Mostrar, demostrar, contar y convencer”
Confieso que, la experiencia de ser público habitual, me ha hecho reacio a ese tipo de espectáculos en el que se fusionan diversas artes en busca de un resultado común. Más aún cuando el propósito no cuenta con ningún hilo argumental que unifique los diversos elementos y mucho menos existe de antemano relación entre ellos. Con esos presupuestos acudí a presenciar el recital de danza, piano y voz, creo que podemos llamarlo así, que nos presentó el Festival Internacional de Santander y en el que no quedaron defraudadas mis sospechas.
Sobre el papel lo más interesante era poder ver, por fin, al gran bailarín Ángel Corella y a su hermana Carmen en el escenario de la Argenta. Por otro lado el regreso a Ainhoa Arteta a Santander tras la cancelación de su participación en la Temporada Lírica del Palacio era también muy esperado. Como si de una sucesión de estampas se tratara cada uno de los números –ahora danza, ahora lírica y al final de cada parte las dos cosas juntas- apareció por yuxtaposición con su precedente. La soprano con su pianista y los bailarines con el propio entraban y salían en un tanto cargante ritual de aplausos y saludos.
En el aspecto artístico Ainhoa Arteta hizo lo que pudo con una voz herida de sufrimiento y cada vez más espesa. Desequilibrios en la afinación y cierta inseguridad hicieron que la diva guipuzcoana luchara en cada intervención y nos dejara con el corazón en un puño. Tuvo sus momentos más brillantes en algunas inflexiones del repertorio verista en la segunda parte y en la cálida acogida y respeto profesado hacia su persona por parte del público de sala. Los vestidos, el primero espectacularmente prerrafaelistas y el segundo muy elegante, también gustaron a la concurrencia.
Los hermanos Corella nos dejaron su presencia en coreografías sencillas en los formal pero espectaculares en los desarrollos que de ellos exigía. Ángel convenció por encima de todas las cosas. Es un bailarín potente, flexible y con una eterna sonrisa de adolescente que hace sugerirnos que lo más complicado es para él un juego de niños. Muy hermosa la coreografía sobre la Gnossienne número cuatro de Satie y el bis ofrecido junto a la Arteta con la obra de Mompou. En no pocas ocasiones las coreografías se disociaron bastante de la música que las acogía, aunque el objetivo de las mismas, como el de todo el espectáculo, era más un “mostrar de demostrar” que un “contar y convencer”.
Faltó coherencia, como les anticipaba, entre los elementos de esta gala. Pero, lejos de otros ejemplos similares, todo se nos presentó sin pretensiones excesivas ni ínfulas de arrogancia. Un cordial sentido de la sencillez hizo que, a pesar de lo que mis desvaríos hayan podido escribir en estas líneas, resultara una velada entretenida.
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