“La Norma del F.I.S.”
Jornada inaugural de la 53 edición del Festival Internacional con la nueva producción de la Norma de Bellini. Lleno absoluto en la sala Argenta y ambiente festivo y de gala como es habitual y, por otra parte, lógico en un acto de este tipo.
Sobre el escenario una apuesta lírica que tenía en Dmitry Bertman su baza más fuerte. Un director de escena ruso que ha ligado en los últimos años su nombre y prestigio al Festival santanderino y que en esta ocasión, además de traernos espectáculos de su compañía como los que veremos próximamente en el Palacio de Festivales, ha comandado la escena en una nueva producción realizada desde el FIS.
La Norma que presenciamos el pasado domingo funcionó muy bien en el terreno musical. Grandes voces cimentaron un sonido rotundo y deshojaron la partitura belcantística para ofrecer un resultado en el que tienen cabida pocas matizaciones. María Guleghina encarnó el personaje principal con un registro asentado pero no exento de peligros en algunos efectos que buscaban el dramatismo. Desplegó potencia y acertó en los pasajes comprometidos y, lo que es más complicado, en los conocidos por el público. Pero a pesar de eso la sorpresa nos la llevamos con la Adalgisa interpretada por Luciana D´Intino. En ella encontramos lo mejor de la velada gracias a una voz rica en matices, perfectamente coherente con la partitura y con un poder de transmisión y evocación difícilmente equiparable a ningún otro. Esta cantante tiene una ámbito vocal para dar y tomar, siendo mezzosoprano todo el tiempo pero con la ligereza de una soprano cuando esto es necesario. Ambas encontraron en sus escenas a dúo la complicidad vocal y el entendimiento necesario para ofrecernos deliciosos momentos y el pilar más sólido de este estreno. Por su parte el tenor Richard Margison, a la sazón Pollione, encontró en el primer acto de los dos que componen la obra de Bellini los momentos más interesantes para su voz, grande y con los recursos necesarios para ser un tenor con todas las letras y no un cúmulo de esfuerzos inútiles como suele ser habitual en estos papeles. El resto del elenco mantuvo el nivel exigible pero, como sucede en el libreto escrito por Romani, sin necesidad ni espacio para destacar sobre los tres roles principales.
Pero el “pero” más grande –ya saben que siempre suele haber uno- hemos de colocarlo en la escasa o nula participación dramática en el desarrollo de la escena de los personajes principales de esta ópera. Mucha distancia y poca dedicación a hacer creíble un desarrollo argumental perfectamente cimentado en la parte técnica que les correspondía. Una lástima al tratarse de una producción de autor –escénico- que no pudo manejar los elementos protagonistas como hubiera sido deseable.
La orquesta dirigida por el maestro Antonello Allemandi, la del Helikón Opera Theatre, resultó eficaz con algún desmande puntual en los vientos. La dirección de Allemandi se desveló atenta y aglutinó los diversos planos sonoros en un producto de buena factura. El coro del Helikón también convenció, y mucho, gracias a su potente registro, muy rico en graves y con una preparación musical al más alto nivel. Su papel, además del vocal en sentido estricto, funcionó como elemento integrador del discurso dramático ideado por Bertman en coreografías y ejercicios escénicos constantes que solventaron y, casi podemos decir, nos tributaron.
En el terreno escénico Bertman quiso ofrecernos una producción moderna, siempre teniendo en cuenta lo que este término implica desde la perspectiva del “genio que surgió del frío”, como se le ha definido en algunas ocasiones. Muchas son las ideas que dejó sobre un escenario presidido por un elemento central omnipresente y que molestaba un poco en la primera mitad del acto primero. Poco a poco, la evolución sufrida por los elementos que se desgajaban de este mecanismo y su empleo dramático en conjunción con el argumento hicieron del mismo algo más llevadero e interesante para el objetivo final. Sobre el panel del fondo una luna simulada que, en realidad, se convirtió desde las primeras proyecciones en el oráculo que tornaba de color para sugerirnos estados de ánimo y emociones. Bertman nos sorprende con efectos escénicos arrolladores como el uso de espadas de luz dentro de una estética futurista. Un elemento que decora como atrezzo pero que viste también la escena en un cierto aire cinematográfico, sin querer referirme a La Guerra de las Galaxias sino a aquella película de motos de luz y luchadores cibernéticos estrenada en el año 1982: ‘Tron’.
El diseño de vestuario corresponde con estos modelos de diseño señalados, una síntesis de lo funcional, lo estéticamente con pretensiones de modernidad y el resultado escénico de conjunto agradable y, como no, también coreografiado. La iluminación, igualmente cuidada, viste la escena con tonos de neón y diversos colores en un empleo discursivo de los mismos.
La carrera de Bertman prosigue con su buena salud en nuestro país y en pocas semanas estrenará una nueva producción, esta vez en el Teatro Clásico de Mérida sobre ‘La Clemenza di Tito’ de Mozart. En Santander nos ha dejado una Norma de la que nos quedará buen recuerdo, sobre todo de sus voces.
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