“Días de mucho...”
El año pasado, ya nos lo recordaba Victor M. Burell en las notas al programa del pasado martes, el Festival Internacional de Santander trajo a su escenario de la Sala Argenta al Eifman Ballet de San Petersburgo en una relación que había tenido su primer capítulo en 2002 y que, en este 2006, aparecía en el Ciclo de Danza como una propuesta apetecible e indispensable. El año pasado, les decía, nos habíamos quedado literalmente pegados a la butaca con la magnífica Karenina que nos presentaron en aquel momento.
Uno, que ya lleva tiempo dedicándose a estos menesteres, ya sabía que sería difícil volver a igualar un espectáculo como aquel pues basta que las expectativas sean altas para que las posibilidades de no verlas cumplidas también aumenten. Y así sucedió con las dos coreografías que Boris Eifman presentó esta vez al público santanerino: su ‘Homenaje a Balanchine’ y ‘Réquiem en Re menor’. Días de mucho, vísperas de nada...
Las coreografías del prestigioso artista rusa se sitúan en un punto intermedio que le alejan y acercan, por impulsos, tanto al ballet más clásico como al lenguaje contemporáneo. Una tierra de nadie que, en ocasiones, genera un lenguaje y una estética muy interesante y, en otras, capítulos trufados de indeterminación que provocan cierto sinsabor en quien los presencia. De las dos coreografías vistas la primera resultó un tanto aburrida y débilmente articulada propuesta que nos echó un jarro de agua fría sobre el cuerpo. Oleg Harkov, en el papel de Balanchine, sufrió lo indecible para acometer su rol sobre las tablas y hubo momentos en los que llegó a atribularnos en sus participaciones a dúo sobre la eficacia final de las mismas: parecía que sus parteneires pudieran venirse al suelo. La idea de este ballet nos recuerda vagamente al ‘Daaaaalí’ de Els Joglars, en el que una enfermera recorre el espacio que separa su entrada de la cama del moribundo al tiempo que el pintor recupera y recuerda muchos momentos de su biografía. Aquí Balanchine es el personaje que, en sus últimos instantes, recuerda lo que fue su arte y sus intenciones expresivas para con la danza. El punto de vista de la articulación del cuerpo se sitúa, en muchas ocasiones, en ejercicios gimnásticos de flexibilidad y esfuerzo.
En la segunda mitad encontramos un rincón más apacible en el que recogernos. El Réquiem de Mozart sirve de guía musical a una reflexión coreográfica sobre las etapas de la vida y en el que los números corales, a pesar de las danzas características que a veces aparecían en escena, sugirieron y gustaron mucho. El conjunto de la obra responde a unos planteamientos un punto desfasados, casi “ochentenos” –no olvidar que la obra fue estrenada hace quince años-, pero la originalidad de su creador y sus inquietudes para con el grupo ya están presentes de forma eficaz y muy lucida. Me quedo con el aliento de los bailarines hacia el público en dos momentos realmente bellos de esta obra. De entre los solistas destacar la potencia de Andrey Kasianenko, correspondido con “un punto más de aplausos” por parte del respetable.
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