“El ‘zapateado’ de Ashkenazy”
No señores, no me estoy confundiendo ni de artista ni de espectáculo. Les hablo de la jornada inaugural del V Encuentro de Música y Academia de Santander y de la presencia de Vladimir Ashkenazy al frente de la Orquesta Sinfónica del Encuentro en la velada del pasado domingo. Y para ser más precisos, les hablo del “aplauso con los piés” –me cuesta emplear el término ‘pateo’ en este caso- que los jóvenes músicos tributaron al maestro al tiempo que también era aplaudido desde el público. Un emocionante momento que puede servirnos como resumen de las intenciones de este encuentro al tiempo que compendiar un noche muy redonda de música y, como no, academia: la de Ashkenazy.
Dos horas antes de los aplausos, y las rosas para los músicos, había comenzado el concierto con el aperitivo de la Obertura de Don Giovanni de W.A Mozart como principio. Es una buena costumbre esta que, en los último años, nos ofrece la Fundación Albéniz: comenzar su encuentro estival con la formación –casi por el arte de ‘birli briloque’- de una orquesta sinfónica que suena a las mil maravillas. Con Don Giovanni empezamos a entender que todo había vuelto a funcionar, a pesar de encontrar una sonoridad algo densa y oscura, el empaste y la musicalidad ya estaban presente en la sala. El brillo apareció poco después, con las manos del maestro Ashkenazy volando sobre el teclado y los del ‘Encuentro’ arrebatadoramente entregados al Concierto número 9 de Mozart.
Y esa misma energía, buen sonido y coherencia musical fue lo que perduró a lo largo y ancho de la Sinfonía número uno de Brahms, una obra densa y que permitió explorar y explotar las características de esta orquesta, o tal vez mejor decir del conjunto de sus miembros en una torrencial demostración de capacidades. Los últimos acordes del cuarto movimiento, perfectamente articulados, arrancando al silencio y al vacío el eco de su presencia inmediatamente anterior nos pusieron los pelos de punta. Después ya saben lo que sucedió, se lo decía al principio: rosas y aplausos, y un zapateado que puso al propio Ashkenazy a bailar al son de sus músicos. La ocasión lo merecía y el primer ‘encuentro’ con este ‘encuentro’ –permítanme la redundancia- fue inmerjoable.
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