“Las paredes mejor amuebladas para la escucha”
Dicen que no hay dos sin tres, pero también que a la tercera va la vencida. Y algo de ambas suposiciones sucedió en el concierto de la Orquesta Nacional de Lituania ofrecido por el Festival Internacional de Santander el pasado sábado en la Sala Argenta.
Tras el extraño sabor de boca –o de oídos- dejado en sus anteriores comparecencias, la formación letona logró momentos muy interesantes en su visión de la Sinfonía Nº 5 de Shostakovich. No en su primer movimiento, en el que volvimos a encontrarnos con momentos de extrema confusión de la masa sonora, pero sí en el desarrollo posterior de la misma. Tal vez la sensación más repetida para con la Nacional de Lituania es el de encontrarnos con planos sonoros que no terminaban de compatibilizar los unos con los otros, llevando caminos bien diferentes –insisto, en el primero movimiento de esta obra sobremanera- entre cuerda, maderas y metal. Pero con la evolución de la obra también se asentó la orquesta para terminar recibiendo un merecido aplauso que creció aun más con los bises elegidos. Terje Mikkelsen manejó a los suyos con atención y, en las postrimerías del concierto, con ameno y divertido gesto. Encontraron finalmente el sonido y funcionaron como debieran haber hecho todos estos días.
Pero tal vez el mayor reclamo de aquella velada –¡y miren que siempre es un reclamo importante escuchar a Shostakovich!- estaba en el reencuentro del público de Cantabria con el genial violoncellista Misha Maisky. No defraudó en absoluto las expectativas levantadas por uno de los instrumentistas más brillantes y espectaculares de los últimos tiempos. Realizó el concierto de Dvorák con entrega absoluta y un sonido extremadamente impactante. De su instrumento brota una voz clara que recita los pasajes de la obra con un amplio abanico de emociones. Desde el torrencial virtuosismo exigido en muchos momentos hasta el lamento –casi el llanto- de las cuerdas frotadas en otros tantos. Y como complemento una forma de interpretar igualmente cargada de eléctricos movimientos que arrastraron y arroparon a quienes escuchamos. Como propina una pieza de Bach que, lejos de los fuegos artificiales otras veces buscados para las obras fuera de programa, nos transportó a una intimista estancia en la que el matiz y la delicadeza decoraban las paredes mejor amuebladas para la escucha.
Maisky ha logrado, a fuerza de trabajo, conciertos y ediciones discográfica, trascender el ámbito de su instrumento para convertir su música en él mismo: nadie puede tocar el cello como él lo hace. Y no me refiero a calidad o técnica, sino simplemente a un lenguaje propio.
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