“El Oro del F.I.S.”
Reconozco que el título de este comentario crítico estaba en mi cabeza antes de sentarme en la Sala Argenta para presenciar la wagneriana inauguración de la 54 Edición del Festival Internacional de Santander, pero no puedo evitar –¡Cabrera Infante que estás en los cielos! - mi gusto por los juegos de palabras de este tipo.
La apuesta del Festival, nuevamente, ha sido fuerte y arriesgada considerando lo que supone programar la mitad primera de la Tetralogía del anillo en una versión –la única que puede acoger el escenario del Palacio de Festivales- con la orquesta sobre las tablas y la escena a medio gas. Pero en su comienzo el pasado domingo con El Oro del Rin, ya les hablaremos de su continuación, el aspecto musical nos ha sobrado y bastado para admirar esta producción y su escena nos ha dado más de un argumento para distanciarnos un poco.
Empezamos con la música, y con una sobrecogedora orquesta que sonó muy bien controlada y sin ningún desmán dinámico, bajo la batuta del también director escénico Gustav Kuhn. Habría sido muy fácil epatar a la audiencia con el torrente de sonido capaz de ser emitido por la que sea, tal vez, la orquesta más numerosa que ha pisado la Argenta. El control del volumen era, por otra parte, indispensable y mediatizado por la ubicación de los propios músicos, tras las voces solistas y ante nosotros. Como les digo, la cuestión del equilibrio fue salvada y hábilmente utilizada por Kuhm y un reparto igualmente equilibrado en la calidad y categoría vocal.
Dentro de ese lote de intérpretes que venía presentado como los solistas de la academia de Montegral recibimos, además del mencionado equilibrio de nivel, algunos registros de esos grandes y rotundos tan necesarios para la música de Wagner junto a otros que nos hablan de la dificultad existente a día de hoy para hallar “buenas voces wagnerianas”, o tal vez mejore decir “voces capaces de cumplir con sus exigencias”. Quedándonos con lo mejor es indispensable acudir a dos bajos, pilares de esta producción y que si tuviéramos medidores de aplausos en sala nos confirmarían que fueron los que más calor recibieron del público. Les hablamos de Thomas Gazheli, Alberich en esta ocasión y de Xiaoliang Li, uno de los dos gigantes constructores del Walhal. Desde su potencia y asentada presencia en escena –y no les hablamos de gritos- ambos supieron y pudieron dominar roles grandiosos y mitológicos por argumento y por historia de la propia ópera. Wotan y Fricka, Duccio dal Monte y Martina Tomcic quedaron un paso por detrás de lo esperado, con un punto más de discreción sonora que la manifestada por sus compañero. Elegancia y nuevas presencias en dos de las tres voces de las ondinas del Rín.
Si miramos a la escena es preciso asimilar que se trata de una suerte de ópera en concierto con el concepto escénico algo más desarrollado. No tanto por la actitud de los intérpretes, entregados al drama, sino por el desarrollo de la misma. He de manifestar cierto grado de confusión en el tratamiento de algunas escena y, sobre todo, en el concepto más general de esta visión “posibilista” –al menos para muchos escenarios- de la Tetralogía. “Se hace lo que se puede” para en un breve espacio de escena pueda desarrollarse un gran drama, por eso los personajes visten al estilo americano de las películas de Brooklyn y los elementos de atrezzo son mínimos e indispensables. De este punto se pasa a lo “simpático” que es entender a los “gigantes” constructores del Walhal como jugadores de baseball o jockey sobre hielo y al cercano ridículo de presentarnos a Donner, Dios de la Tormenta, como un chándal brillante y llamando al relámpago con un martillo... de los de las olimpiadas. Ciertamente el Walhal de esta propuesta ha acudido al deporte como elemento inspirador de dioses y divinidades. Tampoco fue muy afortunado, y distanció realmente al espectador del drama, el extraño -¿ridículo?- dibujo de la serpiente en la que se trasformó Alberich, el oro del Rín cuando esconde, que no cubre, a Freia o la jabalina que presidía, inerte en el cielo, las escenas de las alturas.
Pero todo esto se corrige si retomamos lo dicho en el párrafo anterior párrafo y emprendemos de nuevo nuestra percepción de esta ópera como una manifestación en concierto un poco más desarrollada. La visión está firmada por el director de la orquesta, ya citado Gustav Kuhn, uno de los pocos casos en los que, imaginamos no hay disputa entre escena y música. Y evidentemente aquí, en la eterna disputa entre música y escena, ganó la música. Afortunadamente para todos, en serio.
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