“El amargo llanto del miedo a lo más real”
Recuerdo que hace años, apenas yo era un chiquillo de doce años, mi abuela me contaba los últimos instantes que pasó con su hija –mi tía- antes de que falleciera a causa del “maldito” aceite de colza. En su relato, repetido con frecuencia, había siempre una pausa justo antes del fatal desenlace y de decir, por vez primera en la narración, que ‘la tía’ había muerto. Recuerdo cómo a mí me cruzaba por el estómago una sensación de vació justo en esos segundos y recuerdo los ojos grisáceos y vidriosos de mi abuela que, poco después, lloraba silenciosa.
¿Y por qué les cuento yo estas cosas? Pues por las sensaciones humanas ante el drama y porque en la noche del miércoles, cuando acudí a ver la última producción de La Machina, volví a sentir aquel vació en mi cuerpo aunque ahora era yo el que lloraba; también en silencio.
De la obra escrita y dirigida por Alberto Iglesias sabía desde tiempo antes de su estreno. Su autor, ilusionado, me habló de este proyecto en algunas ocasiones pero como en la historia de mi abuela no basta con conocer el desenlace de una tragedia para volver a revivirla cuando se presencia. Y empleo el término tragedia robándolo del título que el propio autor propone para su ‘Bebé’, pues es la definición más certera que puede asignarse a esta obra. Drama se le quedaría corto, con obra no tenemos ni para empezar. Es Tragedia y con mayúsculas, con la misma profundidad que las que inauguraron este género en los textos de los autores de la Grecia Clásica. Pero en ésta, más allá del horror de la muerte, tenemos una propuesta tan creíble y real que se sumerge como una cuchillada en el costado de nuestro alma, inmóvil y aturdido desde la butaca. A día de hoy, volver a ver a los clásicos puede resultarnos en ocasiones tragicómico, sin necesidad de recordad ciertas funciones que no hace mucho tuvimos la suerte –o desgracia- de presenciar. Con la de Alberto Iglesias no hay posibilidad de dudar ni por un instante de la eficacia de su texto, hay entregarse a una catarsis pública y enfrentar los miedos propios ante uno de los aspectos más reales de la vida: la muerte.
Para lograr tanta emoción Cristina Samaniego y Luis Oyarbide subliman las palabras del texto en un ejercicio escénico impresionante. Desbordan y contienen sus registros en una entrega total a este proyecto. La dirección escénica, también de Alberto Iglesias, les hace ejercitar su voz en infinidad de timbres, hace que sus cuerpos tiemblen y bailen y se detengan sobre un colchón de música con el peso de los clásicos –ahora los de la música- y la modernidad que impone el tratamiento de Ángel de Castro.
Faltan palabras, o tal vez ya estén sobrando. Con el nacimiento –y prematura muerte- de este Bebé asistimos a un capítulo más de la dramaturgia cántabra que no puede quedar en mera anécdota. Este título necesita ser visto y, sobre todo, ser sentido en escenarios de muchas partes. Ya les digo, no es teatro fácil ni de entretenimiento, es teatro que nos pone cara a cara con nosotros mismo y que nos hace sentir... sentir.
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