“El lento vuelo de la gaviota”
Con 24 horas de retraso el Palacio de Festivales presentó, el pasado sábado, la producción teatral sobre el universal de la literatura ‘La Gaviota’ de Antón Chejov. La función prevista en principio para el viernes tuvo que ser pospuesta debido al temporal que impidió la llegada a tiempo de los actores a la capital cántabra.
Pero finalmente el telón pudo levantarse y aforo de la Sal Argenta se llenó para presenciar la propuesta del Teatro de la Danza dirigida por Amelia Ochandiano.
Se trata de un drama que respira quietud y desgrana lentamente pasiones y cotidianeidad en complejas relaciones personales que bosquejan personajes profundos y muy creíbles. Pero, para los tiempos que corren, la calma que emana esta obra puede antojarse excesiva en un espacio temporal callado y pausado. Pero así es el texto y fiel a él la versión de esta compañía ha sabido vestirse con calma –que no tengo prisa- con una dirección escénica igualmente reflexiva.
A esto hay que añadir cierta sensación de cansancio y algún que otro atisbo gripal entre el elenco protagonista que potenció, aún más si cabe, el lento camino escénico sobre el que voló esta gaviota.
El reparto intenta mantener el equilibrio necesario del texto del universal ruso en el que todos son protagonistas de su propia existencia. Pero, a pesar de ello hay desequilibrios evidentes. Gran papel el de Roberto Enríquez –a pesar de las inclemencias que acecharon a su registro-, como impecable se nos presentó la inocencia de Silvia Abascal. Juan A. Quintana logra conmovernos con un personaje de esos que quedan en la memoria. Marta Fernández-Muro tira de su registro para configurar una Polina que es más Fernandez-Muro que el personaje sugerido, histrionismo particular al que nos tiene acostumbrado en muchos de sus papeles. Pedro Casablanc se pierde en la apatía de su Boris, resultando igualmente inactivo.
Tal vez la mayor dificultad que nos plantea la obra, una vez cogido el ritmo de la misma, son los sobresaltados arranques pasionales, difícilmente entendibles y que viene a perturbar una tranquilidad que se nos hace familiar; saltos repentinos –el guión manda- poco creíbles.
La música de los clásicos y un decorado abierto –correctamente teñido de luz- hacen acogedora la propuesta.
Como colofón se leyó un manifiesto en contra de la guerra que se nos avecina. Un gesto hermoso y que fue acogido por el público y por quien firma esta reseña- con un aplauso no exento de vítores. Y es que es triste pensar en el futuro con perspectivas tan funestas, viendo como se acabará permitiendo que las balas substituyan al diálogo y listas de víctimas –colaterales o no- vuelvan a ser noticia de portada. Ojalá el tiempo pudiera detener su marcha para dejarnos pensar en una pierna que se nos queda dormida o para escuchar el sonido del silencio cuando pasa un ángel; como en la gaviota. Lamentablemente ese silencio acabará roto por el estruendo de las armas. ¡Que pena!
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