“ Onegin en blanco y negro”
El Palacio de Festivales estrenó el ‘Eugene Onegin’ de Tchaikovsky dentro de la programación de la XI Temporada Lírica. Una propuesta con cierto riesgo conducida por la mano de Gian-Carlo del Mónaco en lo escénico y con la batuta de Jorge Rubio desde el foso.
Del Mónaco, uno de los directores escénicos más reputados de los últimos años, sigue siendo un maestro en lo que a movimiento, o quietud, de los espacios se refiere. Analiza cada obra y la disecciona para luego volverla a montar con un evidente sentido musical pero, sobre todo, con un profundo conocimiento de lo que es la escena. Sabe lo que quiere y lo hace de forma clara y concisa. Apreciamos un profundo trabajo de todos los intérpretes en lo que actuación se refiere. Como no puede ser de otra forma, se convierten en figuras de ajedrez que van evolucionando en una partida sobre un tablero en blanco y negro. Blanco de nieve y negro de nieve negra. Las fichas, perdón: los personajes también son blancos y negros en vestuario y caracterización, salvo el protagonista masculino, Onegin, que de cuadros y color acaba perteneciendo a uno de los dos colores, el negro de la desilusión y el desamor.
El concepto dramático hace que las cinco primeras escenas de esta ópera se sucedan sin solución de continuidad en un mismo espacio tanto escénico como temporal. La intención es buena y funciona dramáticamente, no sin dejar notar en algún momento cierto peso para el público. El espacio, les decía, es un bosque desnudo que irá cubriéndose de negro para situar el último acto de este Onegin. El estatismo y dimensión vertical de la escena tiene su correspondencia en el tratamiento del coro y de los solistas cuando no intervienen directamente en la acción: movimiento congelado o movimiento recurrente en estos casos provocando un valor específico de las figuras humanas muy interesante desde el punto de vista expresivo.
Del Mónaco también nos sorprende y emociona en muchos breves detalles aplicados a la propuesta, les hablo por ejemplo de las cartas –las blancas y las negras- que se cuelgan sobre los árboles para proclamar el amor, o del simbólico gramófono en el que suena la primera intervención del coro y que también hace circular una vela encendida en una sugerente escena de Tatiana. Vela omnipresente y metafórica de la vida y del amor, del fuego de la pasión o de la luz que ilumina tan solo a unos pocos.
Disculpen si mis palabras abundan en lo visual y no en el sonido, pero en esta producción todo lo que sucede sobre el escenario tiene mucho que decir y la calidad de lo visto fue tan impactante que así lo quiero atestiguar. Pero hablemos de la música.
Los solistas conformaron un grupo compacto y muy regular en lo vocal, exceptuando la extraordinaria presencia y calidad del tenor Serjhei Homov en el papel de Lenski. Despuntó sobre sus compañeros con una voz rica y potente, pero especialmente dotada de presencia y mucho control. Estamos tan acostumbrados a escuchar tenores que descompensan los elementos que conforman un buen timbre que resulta casi un honor encontrarnos con un registro tan pleno y equilibrado. Markus Butter, por su parte, hizo un Onegin correcto pero menos brillante de lo esperado desde su carácter de barítono. Tatiana, Elena Prokina, gustó mucho, especialmente en la cercanía de las dinámicas más suaves y Dragana Jugovic –Olga en esta ópera- nos brindó una voz potente y dramática pero con algunas veladuras en su desarrollo. Todos ellos, en mayor o menor medida, pagaron en algún momento el peso de la escena, al tener que, por exigencias del guión, proyectar su voz hacia el fondo o los laterales. Pero el precio más alto fue abonado por el Coro Lírico de Cantabria, oculto al fondo del escenario o empleado como elemento escénico: quietos o balanceándose de forma regular pero constante. Una utilización que, en este caso, nos impidió escuchar bien sus primeras intervenciones. Hace unos años, cuando Del Mónaco nos ofrecía en esta misma sala su Lady Macbeth también el coro participaba de este modo en muchas de las escenas. Será una marca del autor. En cualquier caso, salvando la parte primera que, al parecer, tendría que haberse oído más, esta particular forma de organizar la escena funciona como les decía al comienzo y lo hace muy bien.
La orquesta, la Sinfónica de Navarra, estuvo dirigida por Jorge Rubio con discreción y algún tropezón en la sección de viento. Todo al servicio de la escena. Como ven una producción muy interesante a la que, desafortunadamente, en su estreno no acudió el público en la medida que siempre es deseable. Imagino que muchos de los “aficionados a la ópera” no entiendan como interesante un título tan hermoso como este. Y es que no solo de Verdi o Puccini vive el hombre.
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